He aquí la parte cuarto del capítulo tres de La Caja de la Perversidad....
Recordando: Ocho años atrás Sebastián terminó su relación con Macarena. Nos falta poco para llegar al día 14 de febrero, en el cual fue atacado por una vieja y casi muere al atropellarlo un caminón. Bueno, en fin, es una historia enmarañada llena de misterios, se debe leer desde el principio para atar cabos. Un saludo y gracias por leer. Un abrazo.
Capítulo III parte 4
Despertó
a las dos de la tarde. No fue su celular la causa, fue el fuerte golpe en su
puerta.
—¡¡Sebastián!!
¡¿Qué te sucede?! ¡¡Acaso piensas quedarte de haragán todo el día!! —escuchó la
voz de su padre desde el otro lado de la puerta.
—¿Qué
hora es? —preguntó Sebastián mientras abría los ojos.
—¡¡Son
las dos de la tarde!! Tu madre está preocupada Sebastián, haz el favor de vestirte
y bajar a comer.
Poco
le importaron las órdenes de su padre. De forma instintiva vio hacia su
teléfono móvil. Desplegó la pantalla hacia arriba. Ninguna llamada perdida. Era
un imbécil. ¿En qué cabeza cabe que ella le llamaría, después de ser él el
causante de la ruptura de su relación? No lo dudó dos segundos en esta ocasión,
le llamó. Después de cinco tonos y la respuesta del correo de voz, volvió a
intentarlo seis veces más, en ninguna obtuvo éxito.
Todo
este tiempo había frenado sus instintos por llamarla, protegiéndose bajo la
creencia que ella le contestaría cuando lo hiciese. Un temor invadió su ser. La
ola de sensaciones negativas en su cerebro eran inaguantables. No quedaría de
brazos cruzados: la buscaría.
Desesperado
se colocó de pie, con unos tenis blancos cubrió sus pies. Su vestimenta, que
reflejaba su estado interno, era un desastre entero. Guardó su teléfono móvil
en el bolsillo derecho de su pantalón, se colocó sus gafas. Sin peinarse o
cepillarse, como si de un vago se tratase, salió de su habitación.
Su
padre le esperaba en el pasillo, entrecruzado los brazos y la ceja derecha
arqueada, de más decir, lo molesto que con el joven se hallaba. Sebastián, sin
siquiera verle, pasó de largo.
—¡¡Jovencito!!
¡¿Qué te crees?! ¡¿Qué demonios te sucede?!
La
educación es una cualidad fácil de aprender, la represión infantil que
determina las parámetros de las buenas conductas son tan necesarias como
obligatorias; sin embargo, existen ocasiones en las que no se puede
respetarlas, más cuando el instinto llama. Poco le importaba su padre o su
madre, la ansiedad le asfixiaba.
Salió
de su casa. Subió a su automóvil estacionado cerca de la entrada de su hogar.
En una milésima de segundo encendió el vehículo, dio una vuelta de 90 grados y
desapareció a toda velocidad. Ximena salió de la casa, su rostro pálido y con
lágrimas corriendo sobre sus mejillas denotaban angustia.
—¡Sebastián!
¡¡Sebastián!!
Mientras
manejaba, Sebastián lloraba. Pasaba algún alto sin precaución, bocinaba a
cualquiera y maltrataba en voz alta. Quería volar, que su vehículo en un avión
se transformara. Exponía su vida al peligro, pero sentía morir si no lo hacía.
Arribó
a una calle estrecha. Estacionó su vehículo frente una casa pequeña color
salmón. Al lado contrario, un edificio menta, construido con cemento, de siete
niveles y varios ventanales; delataba su calidad de propiedad horizontal. Apartamentos.
Sebastián clavó sus ojos, de rojas escleróticas, sobre la construcción que
debía albergar a varias personas con y sin relación sanguínea.
Giró
su rostro. Observó la guantera en negra tonalidad. La abrió con su mano derecha
de un golpe. Papeles, cigarrillos y un encendedor eran su contenido. Sus manos
blancas temblaban. Tomó un cigarro, prendiéndole con el mechero poco después de
introducirle en su boca.
Dejó
el encendedor en el asiento del copiloto, extrajo de su bolsillo derecho el
celular, colocándolo en el mismo sitio que el mechero. Volvió su mirada hacia
el edificio. No se movió más que para degustar su cigarrillo. El sabor de
tabaco, la primera vez que le sintió, le repugnó y dolor de cabeza le ocasionó;
sin embargo ahora no tan solo le disfrutaba, también de tranquilidad le
provenía.
Terminó
el cigarro, ensuciando el tablero como si de un cenicero se tratase. Lo
material le importaba poco, inclusive escasas personas le comprendiesen. Hay
cosas de cosas, pero igual, son cosas. Tomó de nuevo se teléfono móvil, deslizó
la pantalla, oprimió la tecla verde para llamar al último número marcado; el de
Macarena. No obtuvo respuesta. Esperó dos horas en el interior del vehículo, en
intervalos dispares volvía a tratar comunicarse.
Una
nube negra que sobre el cielo transitaba estalló justo en el sitio donde Sebastián
se hallaba. La fuete lluvia como una precipitación de olas cayó sobre la tierra
y todo lo que le disfrazaba. El joven de rubia cabellera apretó los dientes,
con una mueca demostró el disgusto que el cambio de clima le ocasionaba. Llamó
diez veces más a Macarena.
La
desesperación es la ilusión de un oasis en medio del desierto sin la
posibilidad de alcanzarle; falta de agua, carencia de aire. Lanzó su celular al
sillón del copiloto. La lluvia era fuerte, el granizo le engalanaba. Pero para
él dejó de existir. Salió de su vehículo. Su cuerpo y ropas se mojaban de
prisa. Cruzó la calle sin observar hacia los lados. Se detuvo frente la puerta
café del edificio de menta.
La
perilla iba ser girada por su mano derecha, pero alguien más lo hizo por él. Un
joven con sobrepeso, negros cabellos, tez pecosa, pantalón de lona azul y
playera con la palabra kisu; salió del edificio. Chocaron sin intención, pero
al observarse, ambos sus cejas arquearon, párpados elevaron y bocas
entreabrieron.
—¡Sebastián!
—exclamó el joven de cabellos negros.
—Arnoldo
—pronunció Sebastián el nombre del joven; se conocían.
—¿Qué
haces aquí? —Arnoldo se protegía de la lluvia al hallarse en el marco de la
puerta, una sombrilla roja en su mano derecha figuraba—. Qué planta la que te
traes…
—Arnoldo,
necesito ver a Macarena —dijo Sebastián sin prestarle atención a las palabras
del joven pecoso.
—¿Me
estás bromeando? —Arnoldo dio un paso atrás debido a la sorpresa que la
afirmación de Sebastián le provocaba.
—Soy
un idiota… un bastardo idiota de lo peor, escoria repulsiva sin ninguna
finalidad en esta vida; solo un error más, uno feo —el desprecio hacia sí mismo
era claro y certero.
—Te
vas a enfermar Sebastián, no me importa mucho tu salud, pero no puedo obviar
que fuimos amigos; si quieres platicar, vamos mejor por un café —propuso
Arnoldo—. Además tus palabras me saben a trastorno depresivo o bipolar.
—Sí,
este… No quiero extenderme mucho, ¿te parece si vamos a mi carro y conversamos
en el interior? —Sebastián modificó la sugerencia, su mirada lucía triste, su
piel blanca pálida.
—Como
sea conocido, pero deja de luchar por verte más en la mierda.
Arnoldo,
extendió el paraguas, intentó proponerle al joven rubio que se cubriera junto a
él, pero el muchacho no le prestó atención en lo absoluto. Los jóvenes
caminaron hacia el automóvil. Abrió
Sebastián sin problema el lado del piloto, llave no había colocado. El muchacho
pecoso, sin dejar de cubrirse de la lluvia, se interno en el vehículo, al lado
contrario del joven rubio, replegando la sombrilla antes de cerrar la puerta
del copiloto.
Sebastián
temblaba, estaba empapado. Arnoldo observaba al muchacho con desconcierto; sus
ojos se empequeñecían cada vez más, alejaba su cuerpo como si el joven de iris
verdes tuviese una enfermedad infecciosa y contagiosa por la más mínima
cercanía, su ceño se hallaba fruncido.
—¿Qué
carajos haces aquí Sebastián? —preguntó Arnoldo sin modificar su mirada y
expresión de extrañeza—. ¿Qué te sucede? Luces como un espanto.
—Soy
un idiota —Sebastián detonó en llanto, como frecuentaba en esos días—, soy un
verdadero idiota.
—Sin
duda…
—Me
encuentro desesperado, como un loco en el peor de sus estados.
—Se
nota…
—Necesito
ver a Macarena, tienes que ayudarme por favor —calmó Sebastián sus inestables
instintos, para dirigir una mirada seria hacia Arnoldo—. No la he visto desde
el viernes, creí que asistiría a la universidad el lunes, pero…
—¿En
serio? —preguntó Arnoldo con ironía—. ¿Qué esperabas?
—Sí,
sé que soy un maldito imbécil, merezco que los demonios se coman mis órganos
—Sebastián con expresión afligida observó hacia el timón.
—Lentamente…
—Lentamente,
una tortura por la eternidad; pero este dolor no lo puedo aguantar más —afirmó
Sebastián con fuerza—. No verla, no saber nada de ella; necesito de ti, de tu
ayuda.
—No lo
sé, amigo, diré, conocido.
—¿Cómo
está Macarena? —preguntó Sebastián, volvió su mirada a Arnoldo—. ¿Se encuentra
bien?
—La
última vez que la vi fue el sábado. Lucía muy mal, no solo desconsolada, desesperanzada,
también con mucha rabia; fue lo que más me preocupó, esa ira temible.
—¿Desconsolada?
¿desesperanzada? ¿rabia? ¿ira temible? Me termina de destrozar pensar que ella
sufre de todas esas dañinas sensaciones —Sebastián se sintió aun peor, para
nada Arnoldo le ayudaba.
—Sí,
¿qué esperabas? ¿canticos navideños?
—Necesito
hablarle Arnoldo, he cometido muchos errores, quiero aclararlos, confesarle
todo, pero, más que nada, decirle cuánto la amo —después de pronunciar aquellas
palabras, Sebastián vio hacia el edificio de apartamentos.
—Como
te digo, ni yo mismo la he visto —afirmó Arnoldo, Sebastián observó al pecoso
joven—. Cualquiera te daría un golpe, pero al oírte y verte como la mierda, se
te cree, das lastima. Creo sería más conveniente que yo le hablase primero y
concretara una cita entre ustedes, ¿te parece?
—Prefiero
entrar y buscarla… la ansiedad es una droga asquerosa e indetenible.
—No,
créeme, no sería buena idea que entrases y la buscases, confía en mí; entiendo
tu situación, pero debes procurar mantener un poco de cordura.
—No
responde mis llamadas, solo deseo saber de ella y explicarle las cosas… —dijo
Sebastián, suspiró—. Está bien Arnoldo, que así sea, confiaré en ti.
—Yo
te llamo mañana sin falta, tranquilízate un poco; a ningún ex le gusta ver en
la miseria a su ex.
—Sí,
me es difícil disfrazarme, pero gracias, eso haré.
Se
despidieron con un apretón de manos. Arnoldo no era cómplice de Sebastián, sin
embargo, su ayuda le ofreció. El joven regresó a su casa. No trataría más comunicarse
con Macarena; confiaría en el muchacho pecoso. Sus padres optaron por
ignorarle, poco antes, un programa de televisión dedicado al amarillismo
familiar, les había recomendado que obviar a un adolescente en problemas era la
mejor solución a un comportamiento errático; claro, en este caso, eran un
joven.
Quería
que las horas pasaran de una forma tan veloz que no fuesen perceptibles, los
minutos no existiesen, los segundos desaparecieren. No era posible. Si fuese
así, se viviera tan solo unos años, en los agradables y dulces momentos que la
realidad nos regala. Dormiría, su cuerpo descansará, la mitad de su ser
procuraba mantenerse positivo, con la idea de volver a contemplar el rostro de
la mujer amada.
Aquella
noche soñó con Macarena, vestida de blanco, en un campo verde con hermosos
girasoles, con un sol tibio y resplandeciente sobre sus cuerpos, le sonreía. El
gesto de ella reflejaba tanto amor como ternura que se sentía perdonado.
Deseaba alcanzarla, pero al intentarlo ella se alejaba más. Como un imposible
de conseguir, como llegar volando a las nubes en el cielo. Él no se detendría.
Jamás. Siempre se esforzaría por abrazarla una vez más. El rostro de la joven
de tez morena empezó a desvanecerse, se empañaba, poco distinguible se
convertía. La llamaba, pero ella cada segundo se desvanecía más, hasta dejar
solo su vestido sobre la grama esmeralda.