domingo, 23 de febrero de 2014

La Caja de la Perversidad I

 Capítulo I
20:00 horas, viernes 14 de febrero

Joven. 22 años de edad. Abundante cabellera lacia rubia. Tez blanca porcelana. Labios delgados. Iris color verde escondidos, debido a miopía, tras anteojos cuadrangulares con contorno caoba. Pantalones de lona azul oscuro. Playera verde con la inscripción en grande "Buen amante," debajo de esta la imagen de una hamburguesa seguida de las palabras en pequeño, "de la comida". Sudadero negro con zíper y pitas verdes para asegurar la capucha. Mochila negra con líneas verticales blancas y rojas. Caminaba de prisa por un pasillo marrón y negro rodeado de aulas con puertas de madera. Personas adentro, personas afuera, todos conversaban. Él se tocó el cabello, agachó la mirada.
—¡Sebastián! —un muchacho de cabellos negros, tez morena, iris avellanados y amplia sonrisa, se detuvo frente al joven de cabellera rubia. —¿Ya no saludas?
—Lo siento Ismael —Sebastián sonrió, dirigió su mirada a quién su nombre pronunciaba. —Llevo algo de prisa.
—Oh, disculpa, no te quito mucho tiempo, no pude entrar a clase de Literatura Latinoamericana, ¿me prestas tus apuntes…?
—Otro día —dijo cortante.
—¿Te vas ya? Creí que tomaríamos unas cervecitas después de clases.
—No creo… un compromiso… —Sebastián se notó confundido, su mente parecía no permitirle encontrar una respuesta adecuada a la pregunta que había ganado tan sólo por caminar en el mismo pasillo que su amigo.

El tono del teléfono que alucia la melodía de "Alone Again Naturally" de Gilbert O'Sullivan interrumpió la conversación de los muchachos. Sin duda un salvado por la campana.
—¡Ah! ¡Mi celular! —exclamó Sebastián, extrajo con su mano izquierda el pequeño teléfono de pantalla desplegable hacia arriba que guardaba en el bolsillo del pantalón en el mismo lado—; te explico luego… —le dijo murmurando a Ismael. —Aló.

Sebastián contestó, siguió su camino sin despedirse de Ismael, quién lo observó partir desde la distancia. Salía de la facultad universitaria, atravesó unas puerta abiertas de color negro en forma de rejas. La Universidad es una alegoría a la libertad; la construcción de sus aulas y pasillos puede distar de ese idealismo, sin embargo, las presiones de aire que forman el viento, las amplias áreas verdes, y la diversidad de sus individuos, la reafirma. Los colores del cielo evidenciaban el horario nocturno.
—Ahora salgo de la Universidad… —Sebastián bajaba las escaleras para llegar a una zona de cemento con la forma de un círculo que se alteraba para dar nacimiento a caminos rodeados de verde. Ventas de comida y mesas con sillas de cemento se apreciaban en algunos de los más anchos caminos. —¿Sí? ¿De qué hablas?… No me vengas con idioteces, ya me has perturbado, no existe peor cosas que las docilidades tardías… —súbitamente Sebastián detuvo su caminar, dejó el tono enfurecido y fastidiado para guardar silencio.

Se tornó pálido. Su expresión facial inició un proceso de alteración. Sus cejas se arquearon hacia arriba, su párpados superiores se abrieron más, su mandíbula inferior bajo. Se llevó la palma derecha a la boca, cubriendo completamente sus labios y parte de sus mejillas. De sus ojos emergieron lágrimas, poco a poco más abundantes. Los cejas y párpados cayeron, su entrecejo se arrugo, sollozos entonó.
—¡ESO NO PUEDE SER!

Retiró su palma derecha de la boca para llevarla a su cabello, enredado sus dedos en este, despeinándose en una actitud desesperada.
—¡¿QUÉ?! ¡NO! ¡ESO NO!

Paró el llanto. La comida que había ingerido quiso regresar de su estómago al exterior a través de su boca, mas solo expulsó aire, al mismo tiempo que con su mano derecha empuñada cubría su cavidad bucal en una búsqueda instintiva y tonta de impedir lo que no fue más que una náusea. Las lágrimas de sus ojos volvieron a coger gran intensidad así como los sollozos.
—¡TENGO QUE IR PARA ALLÁ! ¡NO ME DIGAS QUE ME CALME MALDITO… —Sebastián con una conducta encolerizada y trastornada separó el teléfono de su oído izquierdo, cerrándolo con fuerza y prisa; colgó la llamada—, IDIOTA! —sin que la desconocida persona al otro lado de la línea pudiese oírlo terminó su insulto.

Los ojos curiosos y desaprobadores de estudiantes, profesores y trabajadores adornaban la escena, como aquella presencia innecesaria pero inevitable. Pudo haber cumplido alguna finalidad la población que por el lugar transitaba y miraba al joven, pero estos no hicieron más que pasar de largo, realizar especulaciones, y tomar aquello como un chiste absolutamente irrelevante para los "amigos" a quiénes les compartían la "experiencia". Al fin y al a cabo, quien parecía evocar un calvario, era Sebastián.

Tembloroso guardó su celular nuevamente en el bolsillo izquierdo de su pantalón, caminó. Tenía la impresión que el piso se abría, sin embargo no podía detenerse, las lágrimas provocaban que todo se observara más borroso, aunque ya de por si el panorama era lo último que le importaba. Continuamente se llevaba las manos a sus ojos, en una actitud inútil por disminuir la gran cantidad de lágrimas que emergían de ellos sin parar. Entre confusión y malestar, cruzó el estacionamiento de la facultad para llegar finalmente a la acera de la calle ancha que conectaba el interior de la ciudad universitaria con el exterior, la que también fungía de supletorio parqueo. De pie en el extremo contrario al área de la calle en la cual le esperaba su automóvil de cuatro puertas, color café y marca japonesa, decidió cruzar. Sin prestar la más mínima atención en los carros que recorrían la vía única, Sebastián caminó sobre esta. Lo único que quería era alcanzar su carro.

Poco faltó para que un pick-up blindado cuatro por cuatro lo atropellase. Un bocinazo provocó la atención del joven quien observó el vehículo alejarse y el brazo del conductor salir por la ventana en una actitud inservible por maltratarle pero eficiente para destruir el hígado del automovilista. Llegó vivo a su vehículo de manera tan sorprendente como la concepción de Jesucristo. Pero lo que vino después… sí fue obra del demonio.

A pesar de la crisis e inestabilidad emocional por la atravesaba en aquel momento, pudo claramente percatarse que la llanta de enfrente al lado del conductor estaba pinchada…
—¡Mierda! —exclamó.

Al caminar hacia el baúl del automóvil pudo notar que no sólo la primera, también la segunda del lado del conductor estaba pinchada. Sus párpados se abrieron, entre sollozos se llevó la mano derecha a su rostro, arañándose la frente sin consciente intensión.
—¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! —pateo las llantas como si con semejante actitud pudiera inflarlas. Se detuvo.

Prosiguiendo con los temblores, cual gelatina asediada por una cuchara indecisa, movilizó su mano derecha hacia el bolsillo izquierdo de su pantalón para extraer su teléfono celular. Desplegó la pantalla para tener acceso a las pequeñas teclas negras con caracteres blancos. Marcó un teléfono, intercambió de mano para llevarse el celular al oído izquierdo.

Toooon, toooon, toooon, toooon, tooon, "lo sentimos, el número al que usted desea comunicarse no responde en este momento, por favor deje su mensaje" diiiin "olvídelo, la casilla está llena" ton ton ton ton.
—¡Mierda! —después de la amena conversación con el correo de voz, dirigió su mirar hacia la derecha.

Durante el transcurso de la frustrante anterior llamada, Sebastián paró su llanto. Al fracasar el intento de comunicación, volvió a llorar. Vio a su celular, sin marcar un número diferente, presionó la tecla verde. Toooon, Toooon y antes que el joven pudiera colgar el inicio de "lo sentimos…" por parte de la voz automática de la contestadora volvió a responder.

Se rascó el cuero cabelludo con la mano derecha, aunque ya no lloraba de manera desmesurada, las lágrimas aún corrían y el rojo de sus mejillas y nariz era simplemente la apología a las concentraciones de sangre. Marcó otro número, miró a la izquierda. En ningún momento, peatón o conductor alguno presto el más mínimo interés en la extraña conducta del muchacho.

Tecla verde. "Toooon…" súbitamente se cortó. Frunciendo el seño vio hacia su teléfono. Un segundo después continúo con el derramar desmesurado de lágrimas y cierta dificultad para respirar que iniciaba de repente, posiblemente, debido a la gran cantidad de secreciones que por él se expulsaban. Tecla verde. "Recuerde que «Conmigo» siempre piensa en usted, así que compre ya mismo una recarga. Su llamada es imposible de realizar, usted no tiene saldo" ton ton ton ton.
—¡CONMIGO PIENSA EN MIS PELOTAS!

Transformando su llanto en una conducta rabiosa e iracunda, invadiendo la adrenalina la totalidad de sus neuronas, Sebastián lanzó su celular hacia el piso empleando el 100% de su fuerza, lo partió en dos y destrozó la pantalla en el instante. Elevando los brazos hacia los lados, como si a través de esta acción pudiese invadirle una mayor energía, aplastó con su pie izquierdo una y otra vez el aparato telefónico que se convirtió en chatarra más rápido que el tiempo de su construcción. Una y otra vez, se desmembró como un violento crimen en que no quedan más vestigios que residuos sin forma.

Detuvo su hazaña poco fructífera en contra del mecanismo electrónico que poco tenía que ver con la ausencia de contestación y saldo, además, en definitiva, su destrucción no colaboraría con la solución de lo que parecía un problema grande y tortuoso.

Continuamente se llevaba sus manos a la rubia cabellera, colocando la posición de la misma en miles de formas que no precisamente indicaban estilo o compostura. De repente lloraba con potencia, a veces se calmaba. Su expresión facial con los párpados caídos, ceño fruncido y concentración de sangre no variaba pero se escondía cuando en breves momentos se cubría el rostro con sus manos.

Vio hacia el oscuro horizonte. Carros iban, salían de la ciudad universitaria. Con cada una de sus manos tomó los dos tirantes que sostenían su mochila hacia su espalda. Expulsó su brazo izquierdo del tirante de la mochila, sosteniéndola solo con la extremidad superior derecha, se la llevo hacia su torso, extrayendo de una bolsa pequeña en esta, un cigarrillo así como un encendedor de color verde fosforescente. Llevó el cigarro a sus labios, lo encendió, guardó el encendedor y volvió a alzar la mochila tras su espalda.

Limpiando con sus manos secreciones lagrimales, nasales, y bucales, se dispuso a caminar sobre la acera al lado de la cual había estacionado su automóvil. Fumaba. Seguía el camino recto como una de las tantas ovejas, estudiantes, y sin pastor, que lo hacían. Lo único que buscaban era la luz que les guiase en su retorno a casa. Lloraba menos, aunque de vez en cuando sollozaba un poco.

Personas pasaban a su lado, de prisa, sin prestar la más mínima atención en el muchacho. Se detuvo un poco, sosteniéndose con su mano derecha sobre la pared a su lado. Parecía que quería nuevamente ingresar a un trance en que la expresión del dolor a través del llanto abundante, secreciones y gemidos eran los síntomas por excelencia. Más no lo hizo. Un segundo y un par de inspiraciones y expiraciones profundas y largas lograron reactivar la cordura y los músculos del joven. Debía salir pronto de la Universidad y dirigirse a dónde fuese que iba con tanto pesar y urgencia.

Giró a su derecha, siguiendo la acera, y a no más de cuatro metros arribó a la parada de buses. No era el único que a un lado del tráfico automovilístico esperaba la llegada de un medio de transporte urbano que lo llevase a su casa. Cada cierto tiempo lloraba con fuerza, las personas que al lado de él se encontraban sin disimulo alguno lo observaban, siendo la indiferencia la única actitud tomada con respecto al estado caótico en que el muchacho se encontraba… si es que a esta se le puede llamar actitud. Cinco y fue hasta el sexto bus urbano, color azul con blanco, la cifra "203" en una cartulina blanca sobre el parabrisas, que provocó a Sebastián elevar su mano para confirmar su estacionamiento. Paró un metro más adelante de donde el joven rubio le esperaba. El joven de ojos verdes corrió hacia la entrada del transporte vehicular.

Subió los escalones de color acero, oxidados. El chófer con gorra, camiseta y tatuajes en sus brazos alzó su palma derecha en espera de la remuneración por el servicio. Sebastián buscó rápidamente en su bolsillo derecho dinero, entregando la cantidad de un quetzale al conductor. El chófer llevó su mano con el dinero recibido hacia el frente para apreciarlo a través de su mirar, pero con el ceño fruncido observó al joven quien no lloraba pero el hinchazón de la nariz y ojos, así como la concentración de sangre en todo su rostro, lo delataba.
—Son cinco quetzales —dijo el chófer con voz fastidiada. —Después de las siete de la noche son cinco quetzales.
—¡Ah! —se llevó la mano izquierda hacia la frente, instante siguiente extrajo del bolsillo derecho de su pantalón un billete de cinco quetzales, el conductor esperaba con la mano alzada y el quetzal que con anterioridad Sebastián le había entregado. —Lo siento —entregó el billete y recibió el quetzal de vuelta.
—Pase.

El bus estaba vacío. De la parada sólo a él y a una pareja de novios había recogido. No está de más describir el bus. Dos filas de aproximadamente cuarenta pares de asientos plásticos color amarillento, pegado uno al lado del otro. Lucía bastante viejo. El mantenimiento y la seguridad no eran la especialidad de los buses urbanos, más la elevación del pasaje en horario nocturno, sí.

Estaba bastante vacío, por lo qué con gran libertad de elección, Sebastián tomó uno de los asientos cerca de la ventana al lado derecho. Recostó su cabeza en el vidrio. Observó su reflejo. Por primera vez desde que la desesperación, tristeza e impotencia había entrado abruptamente en su vida aquella noche, miró su rostro. Se apreciaba bastante mal. Su color de piel se combinaba entre el blanco y rojo.

Al verse no pudo evitar llorar un poco más, se llevó la mano izquierda al rostro cubriéndose los ojos. Una herida interna rasgó la totalidad de su interior, tenía una hemorragia sin sangrar. Retiró su mano de su cara. Cerró sus ojos. Su llanto fue disminuyendo hasta desaparecer. No podía hacer más que esperar la llegada al destino que su mente conocía bien. Sentía pesado su cuerpo, cansancio. Tal vez la impresión, el dolor y la irritación habían jugado con su adrenalina y azúcar, provocando en su cuerpo una latente necesidad por reposar. La palabras femeninas: "¿Qué esperabas después de todo lo que hiciste? Has jugado con fuego y te has quemado, puedes caerte o seguir…".

Durmió.

Despertó.

Los anteojos casi en la punta de la nariz habían caído por la posición que Sebastián tomó con la cabeza agachada y cuerpo encorvado. Saliva de su boca se derramó en momento por él desconocido, al abrirse inconscientemente la cavidad bucal. Como quién regresa de un viaje inducido por sustancias desconocidas, los ojos del muchacho con cabello rubio tardaron en distinguir el lugar y encaminar al recuerdo. Con la mano izquierda compuso sus anteojos desde el puente de los mismos, acercándolos a sus ojos; con la mano derecha limpió sus babas.

Vio hacia la ventana dónde momentos atrás observaba su reflejo antes de caer en el profundo sueño del cuál regresaba. Todo estaba más oscuro. Un paredón magenta y un par de árboles parecía al escenario de afuera. Aún estaba en el bus, el cual se hallaba inmóvil. Miró al frente, ni un solo ser se encontraba presente, ni siquiera el conductor. Luego a la izquierda y en seguida hacia atrás. Así fue cuando la vio.

En el extremo contrario al de él, es decir el izquierdo, dos filas atrás, al lado del pasillo, una mujer lo observaba. De escaso y finos cabellos blancos. Arrugas en la frente, al lado de los ojos, mejillas, barbilla, cuello, en resumen: la rugosidad cubría todo el rostro. Cuerpo cubierto con un suéter azul oscuro y vestido de flores blancas en fondo rojo, calcetas altas poco debajo de las rodillas y mocacinas cafés. Su cabeza inclinada completamente hacia la derecha, cuál ángulo agudo de 10 grados. Los párpados bastante abiertos, símil los ojos a dos bolas de polo, la esclerótica agrandada y el iris se perdía con la pupila hasta parecer un mismo pequeño punto negro. La mandíbula inferior caída hasta 20 centímetros, hoyo negro en lugar de boca, vacío de oscuridad.

Sebastián volteo de nuevo hacia el frente. Su sobresalto era evidente. Palideció, leve temblor en sus manos, corazón agitado y opresión torácica. Tocó con su mano izquierda el puente de sus anteojos, pretendiendo componerlos nuevamente para que la mirada no le engañase. Volteo nuevamente hacia atrás.

Efectivamente, aquella extraña vieja mujer no era en lo más mínimo producto de su imaginación. Tan terrible, tan horrible. Parecía poco humano, aunque lo era. A pesar del malestar y espanto que le causaba el aspecto de la mujer, Sebastián distinguió como sostenía entre sus manos izquierda una caja rectangular de color plata.

Volvió la mirada hacia el frente, con respeto a quién sea que fuese, su aspecto era deforme, chocante, pavoroso, horrible. Sebastián no podía seguir dentro del bus, varado en un desconocido lugar y con una presencia extraña tras suya. Se colocó de pie, buscaría la salida. Caminó entre las filas del bus.

A una fila de llegar a los escalones del bus, el chófer apareció en la escena, subiéndolos para ingresar al transporte urbano. El malestar provocado por la extraña mujer disminuyo en Sebastián, cuál peligro imaginario eliminado por un ansiolítico, la tranquilidad de toparse con un ser humano más normal se produjo.
—¡Se despertó! ­—exclamó el chófer, Sebastián respirando menos agitadamente le observó con seriedad. —Me estaba preocupado de tenerlo que cargar para tirarlo a la calle, se mira pesadito…
—¿De qué está hablando? —un poco molesto, Sebastián se reajustó sus anteojos, tocando el puente de estos con el dedo medio de la mano derecha. —¿Dónde estoy? Vaya servicio…
—Cuándo ya no quedaba nadie lo estuve intentando de despertar, pero ni a trancazos se levantaba…
—¿Quiere decir que me golpeó?
—Mejor me vine ya a mi casa, siempre estaciono aquí el bus, así que fui a comer mis frijolitos para después regresar con usted y sacarlo de mi bus pues, no quiero meterme en asuntos con la poli usted, no me gustan los drogadictos —el chófer mientras explicaba se entrecruzó de brazos.
—¿De qué habla? —Sebastián se notó molesto. —No soy ningún drogadicto, además que me dice de la pobre señora, ella parece necesitar con urgencia ir a su casa.
—¿Señora? —el chófer arqueo la ceja derecha. —Y me dice que no está drogado.
—No se haga el imbécil, ¡la señora que está ahí! —con molestia, Sebastián volteo señalando con su mano izquierda el lugar dónde había visto a la mujer.

No había ni tan solo una persona. Ninguna señora. Sorprendido Sebastián bajó su mano, viendo de un lado a otro, abarcando el panorama interno del bus que era aún iluminado con la luz incandescente escondida tras una estructura de vidrio cuadrada sobre el techo.

El chófer masticando un inexistente chicle, en un intento ridículo de mostrar cierta omnipotencia y sabiduría, esperaba a un Sebastián sorprendido que no dejaba de ver hacia el interior del bus. No podía creer que aquella escalofriante imagen proviniese de su imaginación.
—Ya vio —dijo el chófer llevándose las manos a los bolsillos de su pantalón, Sebastián volteo a verlo, el chico rubio bastante pálido tocó con ambas manos su rostro, restregándolo y dirigiendo de nuevo su mirada verde al conductor. —Ahora le voy a pedir que se baje de mi bus y se vaya para su casa pues, quiero ir a dormirme.
—¿De qué habla? ¡Había una mujer en el fondo! —Sebastián se llevó la mano izquierda a su cien, parecía que le dolía, los recuerdos de sucesos desconocidos parecían atosigarlo. —¿Qué hora es? ¿Dónde estoy? —cambio súbitamente de tema.
—Ay papito no me haga reír, esas ondas que se andan metiendo ustedes los universitarios, después por eso nunca salen de la u, y paran peor que uno, más charras —prepotentemente el chófer observaba sus uñas sucias.
—No es lo que usted cree, quiere decirme al menos qué hora es y dónde putas estoy —el color rojo se enfrascó en las mejillas de Sebastián al ser atacado por el conductor.
—Son las diez de la noche, estamos en zona 18…
—¿Diez de la noche? ¿Zona 18? ¡Debería estar en zona 1! —Sebastián arrastró su mano derecha de arriba abajo sobre todo su rostro, sus ojos se empañaron de lágrimas, es necesario recordar que el joven rubio se encontraba de prisa y en medio de lo que parecía una grave preocupación y dolor.
—Pues lo siento muchacho, intenté despertarlo y fui inútil, por usted no puedo hacer yo más nada, sólo pedirle que se baje de mi bus…

Sin dejar decir nada más al chófer, deteniendo sus lágrimas, Sebastián caminó al lado izquierdo del piloto, empujándolo, para bajar las gradas y desaparecer del interior del bus.
—¡HIJO DE PUTA MAL AGRADECIDO! ¡QUÉ LA PRÓXIMA LO LLEVE SU MADRE! —le maltrato el chófer viendo a través de las ventanas a Sebastián caminar con semblante serio sin voltear a verlo. —Mal agradecido burguesito hijo de puta…

—¡Mierda!

Sebastián se alejaba maldiciendo. La oscuridad lo acechaba en las estrechas calles que desconocía por completo, más no tenía opción alguna que arriesgarse para encontrar alguna manera de finalmente llegar al lugar por el que tan angustiado estaba.
—"¿Quién habrá sido esa mujer en el bus? ¿O qué habrá sido?…" —Sebastián ya no lloraba, sucesos que requerían una atención instintiva básica le acontecían.

Llevó su mochila hacia su estómago al zafar de ella el brazo izquierdo, para sostenerla sola con el derecho y extraer, nuevamente de la bolsa pequeña, un cigarro y el encendedor. Prendió el cigarrillo al rosar con fuerza el dedo gordo de la mano izquierda sobre la rueda dentada. Guardó en su mochila el mechero fosforescente, para llevar una vez más tras su espalda la mochila de apariencia ligera.

Todas las calles parecían iguales. Ni carro con almas, ni almas sin carro, se visualizaban en las desolado lugar para Sebastián desconocido. Giraba su cabeza de izquierda a derecha en espera de encontrar ser humano, mejor si taxista. Consumía su cigarro con presteza. El efecto de la nicotina tranquilizaba sus nervios a pesar de la toxicidad que a su cuerpo producía.

Repentinamente, en la esquina de la cuadra siguiente a su izquierda observó una luz afuera de lo que parecía una tienda, inscrito con pintura sobre la blanca pared de la misma "Marielitos" en letras color rojo. Sin dudarlo atravesó de prisa la calle, para llegar al lugar, que a pesar de la hora, parecía abierto al público.

La tienda era un pequeño local de no más de 10 metros cuadrados, que ocupaba la entrada de una pequeña casa. Construido con blocks y cemento, dejaba a la vista vitrinas de 60 centímetros de largo con bienes comerciales tales como chicles, dulces, panes, fósforos. Amplitud y diversidad. Jabones, jamones, salchichas. En fin. Al fondo colgaban chucherías y se apreciaban también estanterías con pluralidad de recursos para la venta que no eran claramente distinguidos. La luz iluminaba solamente el frente de la tienda, más no su interior que parecía empañado con las tinieblas

Sin poder avanzar más, Sebastián se detuvo frente de una de las vitrinas que rodeaban la entrada, se apoyó, colocando sus manos en la parte superior de una de estas que poseía en su interior encendedores, cigarros y chicles. Sebastián pudo distinguir a un hombre moreno y canoso, sentado en un banco de brazos cruzados, parecía ser su finalidad esperar a un cliente.
—Buenas noches…
—Buenas noches… —el hombre sin los dientes incisivos y caninos de la mandíbula superior le sonrió, sus escleróticas eran amarillentas y sus iris eran como sus pupilas, completamente negras.
—Vengo…
—En realidad a ti te esperaba… —habló el señor interrumpiendo al muchacho, sonrió más prominentemente—, Sebastián.
—¿Qué?

Súbitamente un dolor penetró las manos de Sebastián. Alarmado bajó su mirar hacia ellas. Observó como lentamente, en medio del dorso de ambas manos, un agujero de un centímetro de diámetro se formaba a partir de una ignición sin aparente causa externa. Ardía, el calor punzaba fuertemente como millares de agujas filosas que le atravesaba a velocidad luz.

Gritó desgarradoramente, intentó retirar sus manos de la vitrina en una desesperada búsqueda por terminar con el dolor. Más no pudo. Sus manos se había extrañamente adherido al vidrio mientras poco a poco se carcomía la piel en el lugar indicado.

Carcajadas de mujer produjo el hombre de la tienda. Poco a poco el cuello del extraño hombre comenzó a girar hacia la derecha Sebastián, retorciéndose la piel cual trapo que para exprimirse se enrosca. En lugar de cabello, otro rostro era su complemento. La vieja con escaso cabello y rugosidad en la piel reía en tono grave con estrépito, manteniendo su mandíbula inferior caída y sus ojos saltones sin distinguida iris.

Los gritos de Sebastián no eran escuchados, o más bien eran ignorados. Los párpados superiores del joven de ojos verdes se elevaron al máximo, al igual que sus cejas. Desgarraba sus cuerdas vocales con intensidad gritando: "Ayuda", "Auxilio".

En cada una de las manos de Sebastián se hizo un orificio, deshaciéndose piel, carne y huesos. En ese momento, como si un embrujo terminara, logró separar con facilidad sus manos de la parte superior de la vitrina. Temblando vio los agujeros formados desde el dorso hacia las palmas, escurrían sangre. Frunció su ceño, juntando sus cejas, sus párpados inferiores cayeron, sus labios se entre abrieron, de sus ojos cayeron lágrimas, como tantas veces aquel día, solo que en esta ocasión, eran producto del dolor.

Volteo. No sabía a dónde ir, pero no podía detenerse. Cruzaría la calle. Con sorpresa y pavor observó al otro extremo de la calle a aquella horrible y aterrorizante mujer que  ya le esperaba. Rió la vieja con seguridad, ironía y omnipotencia. Entre sus manos se observó con mayor claridad la caja rectangular plateada de 20 centímetros de largo y 30 centímetros de ancho.

Instintivamente, Sebastián giró a su izquierda, para correr sobre la acera de la misma cuadra. La ansiedad y miedo de un peligro inminente provocan la huída como respuesta. No podía quedarse ni un segundo más cerca de la tienda. Cruzó la calle, alejándose de la cuadra en la que la tienda estaba construida. El paso de prisa, sin detenerse, ayudó a que fácilmente finalizase la cuadra siguiente. Observó a su izquierda, sin pensar mucho, decidió cambiar la dirección recta. No lo dudaba. Corrió a la izquierda. La pared a su lado no eran más que ladrillos color crema sin puertas o ventanas, una muro.

De pronto sus piernas fueron abruptamente obligadas a detenerse al ser sostenido, sin previo aviso o advertencia, su brazo izquierdo. Sebastián, con las cejas y párpados caídos, labios entre abiertos, temor reflejado, dirigió su mirada hacia lo que impedía que continuase la huida. Una mano con largas uñas, completamente arrugada y, manchas negras, salía de la pared. Con gran fuerza atrajo de espaldas el cuerpo del muchacho, cuál muñeco de papel, hacia la pared. Otro brazo salió por el mismo medio, la pared, sosteniendo de la garganta al ojos verdes, quién no podía hacer otra cosa más que gritar. Las piernas arrugadas de pronto emergieron también cruzándose encima del torso del joven. Lo sostenía, le presionaba.

Y volvió a ocurrir. Nuevamente iniciaron igniciones cuáles puntos de un diámetro, en medio de cada uno sus pies, piernas, muslos, brazos y antebrazos. Una más en la boca de su estómago. Extremadamente dolorosas, parecía que el cuerpo entraría en combustión, mas solo era una tortura en la que se atravesaba su piel, carne y huesos. Cuál ácido que gotea y forma un agujero, en el cuerpo del muchacho se creaban orificios en los lugares señalados. Todos situados en los mismos puntos y direcciones, cuál obra de arte. Ardía.

La cabeza de la mujer lentamente empezó a salir de la pared, situándose al lado de Sebastián.
—"Carne muerta, carne muerta, carne muerta…" —le repetía una y otra vez al oído aquella espantosa vieja, mientras las expresiones en el rostro de él se confundían entre el terror y el dolor.

Atravesó cada área, dejando un agujero de un diámetro que permitía ver a través de los puntos señalados en el cuerpo de Sebastián. Lo soltó. Sangraba sin parar. Horrorizado Sebastián corrió más despacio hasta alejarse del muro. Una sensación de pesar en su espalda lo invadía. Finalmente salió a la calle. Cada área herida de su cuerpo dolía. No entendía que sucedía. El temor que le abastecía era extremo.

Cayó hincado en medio de la calle. No aguantaba más el pesor ni el ardor. De pronto, una vez más, sintió una respiración cerca de su oído. Cual garrapata, cual caparazón de tortuga, la vieja se encontraba sobre él.


A su izquierda una fuerte luz le iluminó. Un automóvil todoterreno a gran velocidad se dirigía hacia él. ¿Pedir ayuda? ¿O acaso era su muerte definitiva? Sintió un líquido caer de su frente. Sangre empezó a recorrer su nariz atravesando en medio de sus ojos, manchando sus anteojos. Observó la luz. Paralizado no podía hacer nada más que esperar morir. El choque era inminente.

6 comentarios:

  1. Exelente!! Fascinante relato de horror y terror, psicologico y fisiologico!! Exacta narrativa y descriptiva de los elementos de tu historia mas que leerla la estaba viendo, buenisima, espero pronto tu segunda entrega con impaciencia! Saludos

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  2. :O Sebastián me recuerda a alguien que conozco ♥
    muy bueno.

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    1. ¡Muchas gracias por leer! =) ¿A quién te recordará? Un fuerte abrazo.

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  3. ¡Esto era lo que me faltaba! Por eso estaba algo confusa al haber leído el segundo capítulo, pero ahora aparte de confusa ya estoy enganchada a la historia.
    ¿Por qué estaría llorando Sebastián? ¿Qué demonios ocurre en ese pueblo? ¿Quién es la vieja?
    Seguimos en contacto, ¡un beso!

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    1. Gracias por leerla, me alegra el día =). Un gran abrazo y un beso.

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